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Obscenidad
Un cuento de F. Moscas
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La mujer de la tienda de electrodomésticos acaba de matar una mosca con el tacón de su zapato. La mosca se ha quedado aplastada sobre la blanquísima puerta de una nevera y la mujer ha matado el aburrimiento por un instante. Una menos, piensa mientras se agacha para calzarse.
Tiene cincuenta y tres años y arrugas nuevas en las rodillas; las ha descubierto al inclinarse con el zapato en la mano. Uno más, un pliegue más en la piel, una nueva zona caducada, muerta, confirma mientras se palpa las rodillas y estira la piel flácida. Le sudan las manos. Hace calor y las neveras sólo prometen un frío futuro, de ataúd. La mosca era lo único vivo en la tienda y ahora es una mancha húmeda que da asco, ninguna lástima.
La mujer se acerca al escaparate para distraerse un rato y olvidar sus rodillas arrugadas. Mira la calle a través de la cristalera. Está encajonada en el hueco entre dos lavadoras, en una postura que cuestiona la estrechez de sus caderas.
Piensa que ya va siendo hora de aceptar el paso del tiempo, entender lo que significa sentirse de treinta y tener cincuenta y tres. Ya debería reconocerse al descubrir en cualquier reflejo su figura compacta y pesada y no sorprenderse de ser ya esa casi vieja. Está tan convencida de que aún posee una mente joven, que por eso no ha logrado verse como la anciana que será en poco tiempo. Todavía no le ha abandonado aquello que, cuando era niña, la llevaba a colarse por un hueco entre las rejas del patio en la hora del recreo y escaparse un rato por el barrio, dar una vuelta a la manzana y respirar libertad en lugar del aire rancio, como hervido, del colegio. Aquello sin nombre que la impulsaba a escapar a la calle aún lo siente zumbar en su interior.
La mujer apoya la frente en el cristal del escaparate y piensa que aún puede sentir el latido de todo lo que está vivo alrededor, aunque en la tienda esté rodeada de máquinas sin enchufar, aunque el negocio esté casi muerto y resulte casi obsceno vender aparatos relacionados con la muerte, lavadoras que eliminan las inmundicias de los vivos, hornos que cocinan cadáveres… El reloj no toma ningún atajo, sobre todo a esa hora de la tarde en la tienda, cuando aún hace calor y el barrio duerme la siesta. Pero, de pronto, con esa capacidad que tiene la vida de dar hacer un quiebro rápido, la tienda se transforma en un mirador espléndido porque está sucediendo algo en la calle que a la mujer le interesa. Una señora mayor, casi una anciana, ha llegado un poco renqueante hasta un banco del parque que hay al otro lado de la acera, ha colocado un pañuelo arrugado sobre el asiento y se ha sentado encima. La mujer de la tienda se fija en el pelo negro de la señora, en su brillo azulado, como de tinte y en las manos rojas y estropeadas. A pesar del calor, lleva medias muy tupidas y de color carne. Pero sobre todo le sorprende que la anciana parezca contenta, feliz. Una sonrisa amplia alegra su cara arrugada. Siempre le ha sorprendido la felicidad –aparente o real- de los viejos; cuando era niña la echaba de menos en su abuela, una señorona recia y seca a la que nunca vio reírse. ¿Se puede ser feliz a la edad de la señora del banco? ¿Se puede sonreír con miles de pliegues en la cara, con las manos rojas y unas medias color carne en pleno mes de julio?
Y, sin embargo, la señora parece cómoda, descansa plácidamente sin apartar un momento la vista del extremo izquierdo del banco. Ese lado del banco no es visible desde donde se encuentra la mujer de la tienda, emparedada entre las lavadoras. Pero sortea una con la agilidad de otros tiempos y se cuela hacia la esquina del escaparate. Desde ahí puede ver a un hombre joven en pantalón corto y sin camiseta que hace flexiones sentado en el extremo izquierdo del banco. Sube y baja los brazos hasta tocar el respaldo, el torso se inclina hacia el estómago y los hombros se abren redondos y grandes. La mujer de la tienda se imagina que, desde donde está sentada, la señora del banco debe poder ver cómo se le separan los omóplatos cuando abre la espalda para estirar los brazos. Entre flexión y flexión, el joven mira a la anciana; ella habla y sonríe. Parecen a gusto los dos, una pareja curiosa, charlando tranquilamente a la sombra. Él cambia de posición, dobla la rodilla izquierda y estira la pierna derecha hacia atrás hasta formar una línea recta que arranca de su tobillo, sube por el muslo, se desliza por la espalda y llega hasta la nuca. La mujer de la tienda imagina que acaricia el cuello y los hombros sudorosos, no recuerda cuánto tiempo hace que no toca una piel tan joven.
Observa su rostro y le parece que él también sonríe a la anciana. Ella le contempla sin vergüenza, con la mirada brillante, como si no tuviera mil años y él veinte; como si su piel fuera lisa, sin varices bajo las medias color carne, ni él tuviera los muslos a punto de reventar el minúsculo pantalón.
La mujer de la tienda se impacienta, le asombra el descaro de la señora del banco, le ofende el deseo que ve en sus ojos despiertos y arrugados, como moscas húmedas y negras; de una anciana espera una mente higiénica o medio dormida y no una lascivia alegre y despreocupada. En un arrebato desea que el chico se vaya, la deje sola en el banco con sus varices y se largue sin más, sin despedirse, con su espalda sudorosa y sus muslos desnudos. A la vez desea estar sentada en el banco en lugar de la anciana, ser joven otra vez y sólo sentir la sana obscenidad de su propio deseo y no entenderlo como indebido en una anciana. Se pregunta dónde está esa mente joven y limpia que la enorgullecía, si su juventud murió hace sólo unos minutos, cuando mató a la mosca con el zapato y se descubrió con amargura nuevas arrugas en las rodillas.
La mujer se aparta del escaparate diciéndose que quizá había dejado de ser joven sin darse cuenta hace mucho tiempo.
Contempla un último instante la sonrisa feliz de la anciana y siente tal lástima de sí misma que aparta la mirada, se da la vuelta y mientras se aleja del escaparate no puede dejar de pensar qué puta la vieja, qué puta la vieja.
F. Moscas
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