Mundo Yold. Os contamos la apasionante vida aventurera del conde Almásy, el verdadero Paciente Inglés
El Paciente Inglés existió, pero ni era inglés ni era paciente
Piloto, explorador, escritor, espía… La vida del conde Lászlo Almásy daría para muchas novelas y películas. Los beduinos le llamaron, Abu Ramla, el Padre de las Arenas y tal vez fue uno de los últimos exploradores “románticos”. Hoy os queremos contar sus aventuras, mucho más grandiosas y valientes que las que vivió el protagonista de El Paciente Inglés, la estupenda película inspirada en la biografía de Almásy.
-“Amo el desierto. Amo la infinita extensión de los temblorosos espejismos, el viento, los picos escarpados, las cadenas de dunas como rígidas olas de mar. Y amo la simple, la ruda vida de un campamento primitivo en el frío gélido, a la luz de las estrellas en la noche, y en las calurosas tormentas de arena”.
Indudablemente, Almásy fue un tipo elegante, de porte aristocrático
Esto escribió nuestro protagonista de hoy. Lászlo Almásy nació en 1895, en una perdida región húngara, Borostyanko, en el seno de una familia aristocrática pero sin título nobiliario (el título de conde se lo ganó a pulso por su apoyo a la monarquía, como veremos más adelante).
Además de sus aficiones aventureras, era un loco de los vehículos a motor y excepcional mecánico
El adolescente Lászlo enseguida se reveló como un joven inquieto y muy activo, que hacía presagiar sus ansias exploradoras inagotables. Ya desde los 17 años mostró un gran interés por todo tipo de vehículos a motor; se le considera un pionero de la aviación y un diestro conductor de automóviles.
En la Primera Guerra Mundial, se alistó en las fuerzas aéreas húngaras, destacó como valiente piloto y recibió varias condecoraciones. Como curiosidad: fue el conductor oficial del coche que llevó a Budapest al rey Carlos IV, desde el exilio a su restauración en el trono. Por este servicio, el monarca le concedió el título de conde.
Pero no fue hasta 1926 cuando se despertó abiertamente el espíritu explorador del joven Almásy. Para probar la resistencia de una nueva serie de vehículos de una marca austríaca, condujo de Alejandría (Egipto) a Sudán, siguiendo el curso del Nilo, por una ruta espectacularmente difícil, con lagos de arena y abismos pedregosos.
Se enamoró de la aventura, de África, del desierto y de las hazañas que otros antes que él habían logrado.
Tres años más tarde, en 1929, atravesó el noreste de África, unos 12.000 km, en un periplo que, esta vez sí, dio un vuelco a su vida, pues se enamoró de la aventura, de África, del desierto y de las hazañas que otros antes que él habían logrado en esas zonas remotas del planeta. Por ejemplo, redescubrió la antigua ruta de caravanas que comunicaba Egipto con el resto del continente, desde la Edad Media.
Las infinitas dunas del Sahara, las leyendas contadas por los beduinos, las heladas noches del desierto, las hogueras encendidas en la arena… le enamoraron definitivamente y para siempre.
Descubridor del mítico oasis de Zerzura
Y cuando llegó a sus oídos la historia sobre un oasis perdido, el de Zerzura, ya no pudo resistir más y se rindió al hechizo de la vida en el desierto. La leyenda contaba que existía, en algún lugar ignoto entre las dunas, un lugar al que sólo los más aguerridos podían acceder. Zerzura era El Dorado del desierto africano; se contaba que albergaba montañas y montañas de oro puro, entre las que, protegida por un gran pájaro blanco, dormía una reina que sólo podía ser despertada de una forma… ¿adivináis cual?… Sí, claro, despertada con un beso. Los mitos son universales y se repiten y repiten y repiten en todas las culturas del mundo.
Zerzura era El Dorado del desierto africano; se contaba que albergaba montañas y montañas de oro puro.
Almásy le cayó bien al rey de Egipto y el príncipe Kemal el Din financió la exploración de esta tierra soñada. Tras pasar sed y mil penalidades sin cuento, finalmente Almásy descubre Wadi Talh, el que se consideró el tercer valle de Zerzura. De esta forma, el conde cumplía su sueño y, por fin, podía señalar Zerzura en el mapa, como un territorio real.
Nadadores… ¿en el desierto?
Pero este no fue, ni mucho menos, el gran descubrimiento de Lászlo. En una zona en la que se tocan las fronteras de Libia, Egipto y Sudán, un valiente explorador egipcio, Sir Ahmed Hassanein Bey, había descubierto, en 1923, sorprendentes pinturas rupestres de jirafas y antílopes (fauna que no es en absoluto propia de una zona desértica).
Almásy, naturalmente, no podía dejar de ir a contemplar estas pinturas, e intentar añadir nuevos descubrimientos pictóricos extraordinarios. Y nuevamente salió victorioso de su empresa, pues halló una cueva con paredes repletas de orix, antílopes y… nada más y nada menos que figuras humanas de nadadores, algunos buceando, otros zambulléndose, otros braceando… Nadadores en el desierto, nadando en las arenas. Nunca hasta entonces se había visto nada parecido. (Es especialmente bonita la escena de El Paciente Inglés en la que Fiennes, emulando a Almásy, descubre las pinturas):
Los geólogos ya sabían, sí, que el desierto del Sahara fue un gran mar hace miles de años. Pero nunca hasta entonces se habían visto figuras humanas pintadas que evidenciaran la presencia de ese mar. Su descubrimiento causó verdadera conmoción científica y sensación entre historiadores y arqueólogos.
El descubrimiento de la Cueva de los Nadadores causó verdadera conmoción científica y sensación entre historiadores y arqueólogos.
Almásy copiando las pinturas de la Cueva de los Nadadores para poder difundir su descubrimiento
Este fue, probablemente, el más importante de los descubrimientos de Almásy y por ello se decidió a escribir sobre él. Publicó Nadadores en el desierto en 1939 (traducido al español por la Editorial Península y publicado también en una preciosa edición por Ediciones del Viento), donde relata el hallazgo de la cueva y sus experiencias en el desierto de Libia, una de las zonas menos exploradas del planeta.
Duro combatiente en la Segunda Guerra Mundial
El comienzo de la Segunda Guerra Mundial le obligó a regresar a Budapest, donde como capitán en la reserva de las Fuerzas Aéreas Húngaras fue destinado al Afrika Korps de Rommel. Fue un combatiente eficaz y duro, y desempeñó labores de instructor en el Regimiento Brandenburg, un grupo de élite destacado por la Abwehr en el desierto. En concreto, lideró un comando que llevó a agentes alemanes a El Cairo.
Sin embargo, al final de la contienda fue juzgado como criminal de guerra en su país, y resultó absuelto por falta de pruebas. La sombra del espía era muy alargada en aquellos años tan conflictivos; todo el mundo era sospechoso y si, como Almásy, hablabas seis idiomas y te movías con sigilo y a la vez poderío en amplios círculos de poder… tenías todas las cartas para ser sospechoso de espionaje.
A pesar de todos estos avatares, terminó siendo condecorado con nada menos que la Cruz de Hierro.
En busca del legendario ejército persa de Cambises
Hasta 1947 no pudo regresar a Egipto, pero lo hizo con uno de sus grandes proyectos, otra histórica aventura legendaria: organizar una expedición en busca del ejército del rey persa Cambises.
Lector de Heródoto, Lászlo tenía grabadas a fuego en su memoria las palabras del historiador que narra cómo las innumerables huestes del ejército persa se perdieron en el Gran Mar de Arena (oeste de Egipto y este de Libia), en el siglo V a.C. Nuestro héroe sintió que no tenía más remedio que intentar descubrir los rastros de esas tropas perdidas.
Lamentablemente, antes de poder descubrir nada más al conde le atrapó la disentería y murió en Salzburgo, en 1951, sin poder culminar esta aventura. A título póstumo fue nombrado Director del Instituto del Desierto del Cairo.
El estupendo actor británico Ralph Fiennes interpretó magistralmente al protagonista de la exitosa película de 1997, El Paciente Inglés. El film está basado en una novela de ficción homónima, escrita por Michael Ondaatje.
Tanto la película como la novela son obras notables, pero el personaje protagonista de ambas apenas conserva algunos de los rasgos de la verdadera personalidad impactante de Almásy. El conde –como a él le gustaba que le llamaran- era mucho más que un soñador. Entre los años 30 y 40 peinó todo el desierto al occidente del Nilo, miles de kilómetros de solo arena; descubrió las increíbles pinturas de la Cueva de los Nadadores, y abrió nuevas rutas por lugares verdaderamente inaccesibles.
Fue un explorador vocacional y entregado, quizá el último de la enorme saga de exploradores románticos de la historia.
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