Mundo Yold. Hoy un cuento con moraleja sobre la necesidad de cuidarse a sí mismo para cuidar bien a los demás

El cuento de la cuidadora

 

 

 

 

 

Inés Almendros
8 agosto, 2022

No hay final feliz para las personas que dan la vida por cuidar a los demás, pero no saben cuidar de sí mismas. Tampoco lo hay para todas aquellas cosas y personas que reciben sus cuidados.

 

 

Se llamaba María, como tantas otras mujeres en el mundo; y como tantas otras Marías, la protagonista de nuestra historia era esposa, madre, hermana y abuela al mismo tiempo. También era cuñada, prima, tía, suegra, amiga y conocida de las muchas personas que la rodeaban. Y era, igualmente, la mami adoptiva de un perrillo de noble raza callejera, llamado Bartolo, al que habían recogido medio muerto en la calle, y de dos gatitos –Hada y Queso-, a los que adoptaron cuando una vecina indecente, al emprender la mudanza, los dejó abandonados en las cercanías del portal.

Durante muchos años, para ganar cuatro duros, María había sido modista; y gracias a sus jornadas de sol a sol, y a las miles de puntadas que daba todos los días, a mano y con su máquina Singer, pudo ganar un pequeño sueldo que, -junto con el de su marido-, sirvió para levantar su modesto hogar, y que sus tres hijos pudieran, incluso, ir a la universidad.

Como tantas otras Marías, la protagonista de nuestra historia era esposa, madre, hermana y abuela al mismo tiempo.

Entre costura y costura, entre hilvanes y pespuntes, María, como tantas otras madres, se las apañaba para levantarse y poner los garbanzos en remojo, levantar y asear a los niños, mandarles al cole, arreglar la casa, ir al mercado, limpiar el pescado y la verdura (que entonces no venían tan apañados como ahora), disponer el cocido, dar de comer a los niños, hacer la merienda y la cena, planchar las camisas de su marido, poner la lavadora y tender la ropa, entre otras muchas tareas. Y entre medias, cosía los encargos de sus clientas y hasta la ropa de sus hijos. Por eso, María se quedaba muchas noches casi sin dormir. Y de madrugada, vuelta a empezar.

Cuando su propio padre falleció, María se llevó a su madre a su casa y la cuidó durante años, al igual que a su marido y a sus hijos, pese a que la anciana sufría una dura enfermedad. María se dejó la espalda llevándola al baño, con mucho esfuerzo, apoyada sobre sus hombros. Así, hasta que la señora falleció, hace tiempo ya.

Pero ahora, que María había dejado de coser; que su marido se había prejubilado, y los niños habían crecido y se había ido de casa, María se podía dedicar a lo que más le gustaba: cuidar de todo. Cuidar de todos.

Aunque no tenía obligación de hacerlo, ahora María se levantaba igualmente de madrugada y cuidaba de su casa para que estuviera perfecta.

Aunque no tenía obligación de hacerlo, ahora María se levantaba igualmente de madrugada y cuidaba de su casa para que estuviera perfecta. María era meticulosamente ordenada y limpia, así es que no permitía que una mota de polvo se depositara en los objetos o que hubiera algo tirado por ahí. Su hogar, además, estaba a reventar, porque María había ido acumulando miles de pequeñas y grandes cosas que formaban su universo más querido: sus fotos bien enmarcadas, su reloj de cuco, el sofá de skay, el cuadro de los ciervos, los miles de adornos y jarroncitos de porcelana (que se multiplicaron enormemente cuando empezaron a abrir las tiendas de los chinos), sus tapetitos de ganchillo, que ella misma confeccionaba, su tele, su radio, su máquina Singer, sus cajones llenos de hilos y botones, su sandwichera, sus sartenes siempre niqueladas, sus tarritos de cristal, sus tazas de café… Todos y cada uno de sus queridísimos objetos recibían cuidados, mimo y atención por parte de María, que diariamente los limpiaba y les daba esplendor.

Por supuesto, María adoraba a sus tres animales, así es que, ni a Bartolo, ni a Queso, ni a Hada les faltaba nunca de nada: su pienso, su comidita húmeda, su agua fresquita, sus camitas, sus mantitas bien limpias, que ella misma confeccionaba. Milagrosamente, en la casa de María no había pelos de los animales, porque María se pasaba la vida quitándolos con la aspiradora, con un rodillo adhesivo, con todo tipo de trucos que solo ella conocía.

Aunque ya no trabajaba para las clientas, a María le encantaba coser. Así es, los pocos ratos que tenía libres, se iba a comprar retales, con los que se cosía prendas de todo tipo, color y condición: batas, camisas, blusas, faldas largas y cortas, vestidos, chaquetas, y hasta fantásticos trajes, que en realidad apenas si se ponía, porque no tenía tanta vida social. Y María cuidaba extremadamente todas sus ropas: confeccionaba fundas a medida para sus trajes que colgaban del armario, como si fueran los soldados de un ejército, simétrica y perfectamente organizados. Los cajones de su cómoda estaban tan pulcros y bien dispuestos, como los estantes de una joyería. También guardaba muchos libros de costura y decenas de figurines Burda, que aunque ya habían pasado de temporada, a ella le encantaban.

Y, por supuesto, María adoraba a su familia, así es que cada día seguía preparando la misma comida casera para su marido, poniendo los garbanzos en remojo, limpiando las verduras y preparando el cocido. También visitaba continuamente a sus hijos y a sus nietos, para ayudar en lo que pudiera: hacer la comida, limpiar, planchar, cuidar a los niños, darles la merienda…

Además de hijos, María también tenía hermanos y hermanas, primos y primas, amigos, vecinos y conocidos. Especialmente, una hermana que era menor que ella, pero que siempre se encontraba mal: María la visitaba todos los fines de semana, le ayudaba a limpiar la casa, y le dejaba hecha la comida para el resto de los días.

El resto de su familia y amigos sabía que siempre podían pedir ayuda a María, que nunca se la negaría.

El resto de su familia y amigos sabía que siempre podían pedir ayuda a María, que nunca se la negaría: fuese para hacer el arreglo de un vestido, para coser el largo a los pantalones, para cuidar del pariente o de los perros durante un viaje, para hacer la mayonesa, que a ella no se le cortaba…

Así es que, a lo largo de su vida, María prácticamente no tuvo un minuto libre, ni supo lo que es descansar, ni se fue de vacaciones. Siempre estaba ocupada, cuidando de su gente, cuidando de sus animales, cuidando de sus ropas, cuidando de su casa, cuidando de sus miles de preciados grandes y pequeños objetos… Cuidando, en suma, del mundo que la rodeaba.

Pero María empezó a ser mayor. No es que fuera una anciana, pero se hizo anciana antes de tiempo. Primero la sobrevino la vista cansada, y de repente, apenas si podía coser sus bonitos vestidos, lo cual le frustraba y llenaba de tristeza. Casi al mismo tiempo, se inició una artrosis que en pocos meses fue a más, y que la impedía moverse para cuidar su casa y limpiar sus doscientos mil objetos, como a ella le gustaba. Ni siquiera podía quitar los pelitos que Hada, Queso y Bartolo iban dejando por la casa.

Tampoco podía ya visitar a su hermana, ni a los hijos, ni a los nietos, ni ayudarles a hacer la comida, dar la merienda o meter los bajos de los pantalones. Lo pasaba tan mal, al verse tan impedida, que progresivamente también llegaron graves problemas de nervios y subida de tensión. Y un poco más adelante, María sufrió un ictus galopante, que se la llevó por delante.

María falleció cuando aún era joven. Y aunque el dato no figuraba en los informes médicos, todos sabían que, de alguna forma, María había trabajado demasiado, cuidando durante toda su vida de todo lo que la rodeaba.

La desaparición de María conllevó una cascada de consecuencias que pocos previnieron, aunque no era tan difícil hacerlo. A Juan, su marido, que quedó viudo, sus hijos lo llevaron -con todo el dolor de su corazón- a una residencia, porque todos ellos trabajaban, y no se podían ocupar de él. Y, aunque no estaba mal del todo, echaba tanto de menos las comidas y los inigualables cuidados de su esposa, que poco a poco se fue apagando y a los pocos meses se murió. Rita, la hermana de María, también falleció tras un proceso similar.

Cuando Juan se fue a la residencia, la casa donde él y María habían vivido quedó vacía, oscura, llena de polvo y falta de vida. Poco a poco, los objetos comenzaron a deteriorarse. Finalmente, los hijos decidieron venderla. Apenas si se acercaron, por última vez, a recoger algunos recuerdos. Un equipo de operarios de una empresa de vaciado de viviendas, llegó un buen día para sacar de allí, sin ningún tipo de delicadeza, los miles de objetos que formaban el tesoro de María: sus cacharritos de los chinos, sus cuadros de los ciervos, sus frascos de colonia, sus mantelitos de ganchillo, sus platos de Duralex, el sofá de skay, la caja de Cola-Cao donde guardaba sus pañuelos Guasch, la sandwichera, la lámpara de la mesilla, que a ella tanto le gustaba… Uno a uno, fueron cruelmente arrancados de sus sempiternas ubicaciones; arrojados violentamente, y sin contemplaciones a enormes sacos de basura, donde se hacían añicos en la caída. Todas las reliquias de María acabaron destrozadas en el basurero. Todas… menos la máquina Singer, que el jefe de la empresa se llevó para venderla al mejor postor.

Todas las reliquias de María acabaron destrozadas en el basurero.

Lo mismo sucedió con su increíble vestidor: camisas impecables, vestidos preciosos, blusas ribeteadas con delicadas cenefas y puntillas, chaquetas rematadas con botones forrados… todas las prendas que María había confeccionado con ilimitado mimo y pasión fueron a parar al contenedor. Un auténtico tesoro textil fue destruido, en una sola mañana, para siempre.

También los animales de María quedaron desamparados tras su muerte. Afortunadamente, a Bartolo se lo llevó uno de sus hijos, y con él permaneció para siempre. Pero con Hada y Queso, nada se pudo hacer: dos gatitos al mismo tiempo eran demasiado para cualquiera de los parientes de María; así es que ambos acabaron en una perrera municipal, donde pasaron enorme terror y mucho frío, antes de que enfermaran y se murieran, casi a la par.

Y por supuesto, todos aquellos hijos, hijas, nueros, primas, sobrinos, que llamaban a María para pedirle ayuda, tuvieron que apañarse por sí mismos para coser el largo a los pantalones, para cuidar del pariente durante un viaje, para hacer la mayonesa, para sacar a los perros el fin de semana que no iban a estar…

La marcha de María también significó la progresiva, y muy cruel, desaparición de su universo. Y es que, no hay final feliz para las personas que cuidan con una entrega apasionada, sin límites… pero que no aprenden a cuidarse a sí mismas. Porque estas personas también son humanas y, como tales, se desgastan y muchas veces dejan su vida cuidando de todo lo demás.

Tampoco hay un final feliz para las personas, los animales, las cosas, que reciben sus cuidados. Porque, si el cuidador desaparece, su futuro será incierto y, posiblemente, estará abocado al desastre.

Mientras podamos, debemos empezar por cuidarnos a nosotros mismos, para estar fuertes y poder cuidar mejor y durante más tiempo de los demás.

Es cierto que todos nos iremos algún día, y entonces dejaremos de cuidar a las cosas y objetos que amamos. Pero mientras podamos, debemos empezar por cuidarnos a nosotros mismos, para estar fuertes y poder cuidar mejor y durante más tiempo de los demás.

También es bueno -conforme nos hacemos mayores- aprender a tirar las cosas que no valen, seleccionar nuestros objetos más preciados, porque así nos quitamos trabajos y ahorramos energías. También es necesario ir limitando y priorizando nuestras obligaciones para con los demás. Y, por supuesto, saber pedir ayuda para que nos cuiden a nosotros.

Vamos a acabar este cuento de la cuidadora, con una de esas moralejas que remataban las historias añejas:

Si de verdad quieres cuidar de los demás, empieza por aprender a cuidarte a ti mismo. Porque, saber cuidar de ti mismo, es también, cuidar a los demás.

Comentarios

  1. Pilar dice:

    Conozco a muchas Marías así que dedican su vida a los demás. Cuando yo conocí a la primera María (que se llamaba María) quedé sobrecogida, por que yo no avía conocido a una persona que se dedicase tanto a los demás, tenía doce hijos y todo en el cuento era ella, pero además colaboraba con la Cruz roja para ayudar a remaste favorecidos de su pueblo y ahí fui donde la conocí,la quise y la quiero aunque hace años que no está.?? Al cielo

  2. Anónimo dice:

    Muchas gracias por hacerme pensar en mí,como María ni para eso tengo tiempo ?

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