YOLD TE PUBLICA. Un espacio para tus cuentos y relatos.

Muerto el perro

Un texto de Milena

Firma Invitada
17 septiembre, 2016

Hace apenas dos horas que te he sacrificado, Gunter, viejo, y cómo me muerde tu ausencia. ¡Qué mal nos lo hemos montado tú y yo! Sí, porque dicen que la unión hace la fuerza y podría haber sido posible si nos hubiésemos llevado mejor desde el principio. Fue el día en que cumplí cuarenta años. Era una mañana de domingo, él se fue al Rastro y apareció tarde, contigo en los brazos, apestando a cerveza. Estabas adormilado y te lanzó sin miramientos sobre el suelo de la cocina. Gemiste con debilidad. Yo freía croquetas, harta de esperarle y me iba a poner a comer. Mordió la primera y con la boca llena me dijo:

-Mira lo que te he traído por tu cumpleaños, gordi, apáñatelas con él. ¡Ah! Y, como es alemán, se llamará Gunter. Aunque tú de esas cosas, ni puta idea. ¿A qué no?
-¿Gunter? Mierda de perro -pensé resentida; había aprendido a callarme, pero… Apareces a las cuatro sin avisar, y me traes esto. No tienes consideración. Sabes que a mí no me gustan los perros Y… ¿para qué necesitamos un cachorro ahora?
Él ya se había ido hacia el dormitorio con el plato de croquetas y una cerveza en la mano.
– Para que nos escuche discutir -contestó desde allí a voces- y para que me haga más caso que tú. A ti aún no he podido domarte, pero a este sí pienso. Venga, vente un ratito para acá  -y señaló un lugar en la cama- vamos a celebrarlo. Esta tarde hay partido y me bajo a verlo en el bar.

Debía haber sentido pena de ti, Gunter, al verte sobre el suelo, temblando, empapado por tu propia orina, un cachorro de pastor alemán, torpe, adorable, y sin embargo te odié porque era él quien te había traído. Opté por hacerte la guerra. Presentí, por tu forma de mirarle, que le ibas a querer tanto como yo y eso me enfurecía. Seremos dos imbéciles sirviendo al mismo amo, y yo os serviré a los dos porque él no se ocupará de ti, cachorro, -te advertí- como no se ocupa nunca de nada, más que de entrar y salir, de beber, o de gastar por ahí lo poco que saco con la papelería.

Y así fue. Al poco tiempo él ya te había educado a su manera, te había convertido en un perro nervioso y ladrador, del que se quejaban todos los vecinos, un perro intratable que gruñía a todo el mundo, incluida a mí, que te daba cada día tu comida, un perro celoso de un dueño que aparecía y desaparecía, que te controlaba a su capricho como hacía conmigo. En su presencia, éramos dos pobres infelices, igual de desgraciados. Pero no sé por qué, desde la ausencia, él era nuestro dueño y nos convertía en rivales sin serlo. Ambos le teníamos siempre en el pensamiento. Yo con odio y resentimiento, con celos o con deseo. Tú con ansiedad. Te tumbabas en la puerta, esperando a que llegase, olisqueando a horas intempestivas porque nunca sabíamos cuándo ni de dónde venía. Llegaba y nos engatusaba a ambos. Sabía cómo hacerlo. “Ponte guapa que nos vamos por ahí”, me decía a mí, y me daba un azote cariñoso.

Todo parecía cambiar, su presencia desplegaba ante nosotros un abanico de ilusiones que siempre acababa cerrándose de golpe. No sé qué nos daba, ni qué tenía, pero yo siempre volvía a caer, igual que tú, que movías el rabo, nervioso, te ponías a ladrar impaciente cuando jugaba contigo, hasta que el juego, las risas, acababan tan bruscamente como habían comenzado y él te arrojaba algo a la cabeza. Igual que hacía conmigo.

-El Gunter se queda – decía yo-, que ya le he bajado al parque esta tarde.
-No, el Gunter se viene con nosotros y tú te jodes – decía él.
-¿Pero, a dónde vamos a ir con el Gunter?

Y tú, Gunter, me gruñías desde el rincón y luego ocultabas la cabeza entre las patas con dejadez, como si supieses que ambos luchábamos por lo mismo y éramos igual de imbéciles porque admitíamos su patadas, una tras otra, y luego, alzábamos las orejas, a la mínima señal de atención o benevolencia. Estábamos pendientes de él, de sus cambios de humor, sus idas y venidas, y cuando volvía a nosotros le recibíamos igual de contentos y comenzábamos a odiarnos. A veces, te llevaba consigo y me dejaba a mí. Le dabas la correa y desaparecíais con la furgoneta. Pasaban muchos días y temía que no ibais a volver. La casa quedaba silenciosa, no escuchaba tus ladridos, Gunter, ni los suyos. Nadie protestaba. Por las noches me adormecía con los programas más tontos de la televisión, luego volvía a la cama vacía y daba vueltas hasta el amanecer; pensaba en mi soledad, en que tal vez debería cerrarle la puerta para siempre y en lo absurdo de soportar una vida entregada a un hombre para el que no significaba nada: comida caliente en la mesa, ropa planchada, un dinero que malgastaba. Hacía planes que nunca cumplía. Me proponía que iba a cambiar de vida. Pero, oh, Gunter, ¡cuánta ansiedad hasta que él regresaba contigo! Luego volvía de nuevo a quejarme de los dos, tú me gruñías desde el rincón, la vida continuaba y la rabia crecía con ella.

Una noche, él regreso más bebido que otras veces. Se sentó a cenar sobre la mesa camilla. La sopa ya estaba fría. Yo me senté enfrente. Contemplaba su estado lamentable; sabe Dios de dónde volvería, se tambaleaba, fruncía la frente, parecía un mono gesticulante. Un enramado de venas henchidas surcaba la frente morena sobre la que posé tantos besos en madrugadas insomnes. Recibía el tufo de su aliento alcohólico mientras lo miraba consultar repetidamente el reloj, como si tuviese una cita urgente; incapaz de apartarse la manga repetía una y otra vez esa acción. Me desesperaba al verle, una vez más, en ese estado. Profería insultos incomprensibles, balbucía entre espumarajos. Súbitamente, me sonreían sus labios, aunque sus ojos me arrastraban hacia un foso de delirio y bestialidad; ensayaba una mueca que pretendía ser seductora pero que resultaba grotesca. Luego, ante mi repugnancia, su rostro cambiaba tormentosamente:

-¡Jodida bruja! ¡Mírala, Gunter, se ha vuelto tan vieja, tan gorda…Si vieras, cuando la conocí… era una chica cañón…
Me lo repitió por enésima vez y volvió a mirar el reloj compulsivamente. Tú, Gunter, dabas vueltas nervioso alrededor de la mesa, esperando quién sabe si un trozo de carne o un golpe. Mientras, el aire se iba cargando. Sentía que algo iba a estallar. Tenía ganas de abofetearle, de aprovechar su debilidad. Sabía que, esa noche, él no tendría fuerzas para devolverme.
-¡Jodida bruja…! -gritó una vez más.
Me herí los labios contenida entre lágrimas, pero no pude resistir más y me abalancé sobre él.
-¡Canalla! -le iba escupiendo insultos entre sollozos- ¡Borracho, estúpido, vago…!
Sollozaba y le zarandeaba, mientras tú, Gunter, ladrabas como loco apoyando a tu amo. Te lanzaste feroz sobre mi brazo. Él se levantó y derribó su silla defendiéndome. De golpe se puso sereno. Era un hombre fornido, imponente, parecía un levantador de pesos.
-¡Quieto, Gunter!- te aulló.

Le tenías pánico. Te arrastraste sumiso sobre tu trasero, gemiste, bajaste los ojos suplicando su piedad. No la tuvo. Te pateo, te golpeó mientras huías a la cocina. Yo os contemplaba asustada. La herida del brazo me sangraba. Había sentido tu rabia, Gunter, pero me sentía orgullosa de haberte ganado, de haber sido defendida por él.

¿Te das cuenta? Qué mujer tan absurda, Gunter. Hemos compartido una vida de perros. Yo tenía cuarenta años cuando llegaste a casa aquella mañana y ahora estoy a punto de cumplir los cincuenta. Él se largó un buen día, no sé dónde pudo ir, ni de qué vivirá. Me contaron que lo vieron con alguna. En el barrio se rumoreaba que se hizo camionero. Nunca quise hacer caso de habladurías, pero supe que se había ido de verdad, cuando tú, Gunter, dejaste de esperarle en la puerta. Deberías sentirte contenta, me dijeron entonces para animarme. Me había liberado, supongo. Sentirme contenta era lo lógico.

Cuando él se marchó me hubiera podido desprender de ti, perro, entregarte a la perrera. Hubiera podido sacrificarte porque tenías diabetes, él te había alimentado mal, te atiborraba a galletas, estabas medio ciego, andabas renqueando. Nunca llegaste a ser mío. Eras el perro de él, nos tolerábamos, pero nunca llegamos a querernos. Y, sin embargo, no sé por qué me quedé contigo, aguardé tu final. Sentía que te debía algo porque tú solamente eras un perro. Tú no habías tenido, como yo, posibilidad de elegir.

Hace apenas dos horas que te he sacrificado, Gunter. Recordaré siempre la última mirada tan triste que me has dedicado. Parecías querer decirme: “Ahí te dejo”. Luego, has vuelto la cabeza con indiferencia y has cerrado los ojos para siempre. Al regresar a casa, al salir de la clínica veterinaria después de tu muerte, he pasado por el bar donde él siempre estaba bebiendo. No quedaba ni un alma, estaban a punto de cerrar. Al entrar en casa, nadie ha salido a gruñirme. Lo único que se me ha venido a la cabeza ha sido un refrán: “Muerto el perro se acabó la rabia”. Me he sentado en el sofá, Gunter. La última mancha de tu orina pegajosa, todavía algo húmeda sobre la alfombra, me hace preguntarme si la rabia habrá ya habrá cesado.

Firma:

Milena

Comentarios

  1. La Perra dice:

    Me ha encantado… enhorabuena a la mano escritora.

  2. Pilar Suárez dice:

    Muy buen relato, amargo y lleno de sentimiento

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